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Los gigantes



El doctor dice que debo anotar todo lo que recuerdo. Como ejercicio. Mi nombre es Emlen. Tengo 112 años, pero el doctor dice que mi mente ya ha echado el ancla y que, pronto, dejaré de recordar toda mi vida hacia atrás, hacia mi infancia, hacia mi primer recuerdo. Por eso tengo que escribir todo lo que recuerdo. Ahora.

Recuerdo estar aquí desde hace mucho tiempo, no recuerdo cuándo llegué. O si me trajeron.

Recuerdo perfectamente el día que conocí a Dandra, mi esposa. Yo observaba el vuelo de los keas salvajes en las montañas. Me gustaba ir solo, a pesar del peligro. Ella llegó una hora después, con amigos. Hablamos y quedamos para volver otro día todos juntos. Volvimos, pero solo ella y yo.

Dandra era la persona más inteligente que había conocido en mi vida. Sabía de pájaros y de muchos otros animales y fieras salvajes, sabía de gigantes, descifraba libros. Y hablaba de una forma tan precisa. Yo quería hablar como ella.

Al principio no me enamoré ni nada de eso, simplemente quería ser como ella, aprender a comportarme de determinada forma cuando había otros delante, decir las palabras adecuadas. Y quería saber descifrar libros. Me parecía lo más importante en la vida. Ella se prestó a enseñarme. Nos hicimos íntimos amigos. Y luego, simplemente, surgió. Encontramos nuestra tierra y nos quedamos allí. Nunca conseguí hablar como Dandra, pero viví con ella. Juntos enseñamos a muchos otros a descifrar libros de gigantes.

No recuerdo qué fue exactamente lo que pasó después. Ahora no está aquí conmigo. ¿Tuvimos hijos? Supongo que algunos tendríamos. Tampoco están.

Recuerdo, mucho tiempo antes de conocer a Dandra, los paseos en barca con Grus y Asio, mis dos mejores amigos de juventud. Tendríamos unos 16 años. Observábamos cómo la gran bola de luz iba desapareciendo detrás de las montañas y llegaba la oscuridad. Cómo cambiaban los colores. Me cuesta describirlo mejor. En mi mente todo tiene sentido, puedo volver a verlos una y otra vez: los colores cambiando sobre el agua. Ojalá pudiera mostrároslos.

El doctor dice que tengo que escribir absolutamente todo lo que recuerdo. Voy a escribir uno de mis recuerdos más preciados. Quizás sea mi mejor recuerdo. Ahora lo es.

Mis abuelos tenían una granja enorme y criaban aquellas majestuosas gallinas rojas ponedoras. Las gallinas eran un animal muy caro, más aún en aquella época. ¡Podíamos comer cuatro con un solo huevo!

El primer ave de mi propiedad fue un periquito, suelen regalar ese tipo de aves a los niños porque son fáciles de domesticar. Aprendí a volar en él. La gente, por lo general -si está en buenas condiciones de salud y peso-, viaja en ave. Habitualmente de noche, en lechuzas. También hay quien viaja de día, en keas (quienes pueden permitírselos). Mi abuelo prefería volar de día, pero no podía aspirar a un kea. Por eso, se convirtió en el primer domesticador de gaviotas, según él. Les enseñaba a marchar con paso ligero y al trote, a planear bajo, a tomar tierra y a iniciar el vuelo despacito.

Uno de los recuerdos más bellos de mi infancia eran los vuelos en gaviota con mi abuelo. Él en su gaviota y yo en la mía, a pesar de que yo todavía era pequeño para montar solo en aves de mayor tamaño. Me enseñó a pilotar mi gaviota para que volara a la par que la suya. Y me regaló mi primer equipamiento de vuelo, como el que usan los adultos, con el traje y la escafandra para el frío y el oxígeno en las cotas más altas. Me quedaba un poco grande al principio.

Recuerdo especialmente uno de nuestros vuelos, porque fue cuando mi abuelo me habló de los gigantes por primera vez. "Eran como nosotros", decía. Exactamente iguales, pero mucho más grandes. Algunos llegaban a medir hasta 400 gro. Y nosotros procedíamos de ellos. 

No he dejado de investigar sobre los gigantes, como afición, durante toda mi vida. Hasta ahora. En algún momento, dejé de ser un simple aficionado y me convertí en un auténtico historiador.

Se han encontrado numerosos restos de gigantes, huesos, en terrenos enormes que al parecer se utilizaban como tumbas colectivas. Ahora las cosas no se hacen así, cada uno se queda en su tierra, y la tierra va pasando de generación en generación. Pronto volveré a mi tierra yo también, quizás Dandra ya esté allí.

Los gigantes -según algunos libros que descifré junto a Dandra- vivían amontonados unos encima de otros y a los lados también, en enormes construcciones de cemento compartidas. No puedo evitar compararlas con jaulas. Imagino discusiones. Ruido. Vehículos inmensos por tierra, mar y aire, repletos de gigantes. En el Museo de Historia de los Gigantes hay páginas enteras extraídas de antiguos álbumes o revistas decorando las paredes, imágenes de la vida en las antiguas tierras. Me produce una gran pereza identificarme con un estilo de vida tremendamente social e invasivo. Algunos tenían sus propios terrenos, como nosotros. Supongo que serían cuestiones económicas o de comunicaciones. Con las aves es distinto.

Nos han dejado grandes conocimientos los gigantes en sus libros. Con la ayuda de mis alumnos he conseguido descifrar, por ejemplo, una buena parte de su sabiduría arquitectónica y agricultora -lo que nosotros llamamos domesticar la tierra-, para que otros puedan seguir estudiándola y poniendo en práctica sus descubrimientos. Los alumnos de Dandra hicieron grandes progresos descifrando libros acerca del inmenso lugar en el que vivimos y de lo que hay fuera. Fue impresionante. Nadie quería creer. Algunos decían que se trataba de un ejercicio de ficción.

También hay ciertas cosas que ya conocíamos, incluso con mayor precisión que los gigantes. Nuestra cartografía, por ejemplo, es bastante superior. Gracias a nuestras aves somos capaces de recolectar gran cantidad de información, hasta el más mínimo detalle, sin tener que hacer una inversión importante para realizar cualquier modificación. Además, la superficie ha cambiado bastante desde aquella era, por lo que hemos podido observar en los mapas más actualizados hechos por gigantes. Ya no hay nombres de tierras, países, continentes. Ese tipo de organización es bastante anticuado. Prácticamente inviable ahora. Las guerras son otro tema. ¡Hay tanto lugar disponible! ¿Por qué habríamos de disputarnos el de otros? Ahora somos más independientes. Individualistas. Cada uno tiene su tierra y su producción. Y si queremos algo que no tenemos, le ofrecemos a quien lo tiene alguna otra cosa de igual valor que pueda necesitar.

En cambio, aún no hemos avanzado tanto como los gigantes en otros campos. Pero el doctor, esta mañana, me ha contado que están haciendo grandes progresos en conocimientos para sanar gracias a las últimas traducciones. Al parecer mi enfermedad tenía un nombre.

Me gustaría poder recordar más de mi vida y de mis descubrimientos sobre los gigantes. Por si nos extinguimos como ellos. Tal vez consigan descifrar nuestras anotaciones los que vengan después.

Por último, no quiero dejar de mencionar que, a ratos, me parece recordar haber visto un gigante vivo. Pero no considero apropiado desarrollarlo aquí porque no estoy seguro de que sucediera.

Estoy muy cansado. ¿Dónde estará Dandra?

Dno Vior


   Nada más salir por la puerta, los pies se le durmieron. Entonces, como de costumbre, se reprochó las malas posturas a la hora de sentarse. No había contado con eso.

   El asfalto rezumaba frío, a pesar de que el aire era inesperadamente tibio a esas altas horas de la noche.

   - Rorr! Cort dec fand? -le sorprendió un vecino.

   - Grall, suss mo diajr! -suspiró aliviado- Taderx na, ciàt dno Vior.

   - Groots bináh, Rorr!

   - Groots, Grall! Vrot jho!

   Grall rió divertido y se alejó cargando el saco de la noche a cuestas. Para entonces, Rorr ya sentía los pies de nuevo, por suerte. Un gran camino le esperaba por delante y solo contaba con una hora para recorrerlo. Taderx na, se dijo. Bratid fandur dno Vior! Pero nadie le oía.

   A lo lejos, las rocas desprendían sombras azuladas. Había tenido suerte, era una noche clara, podía ver el camino por delante. Sus pasos comenzaron a crujir sobre la hierba seca, cubierta de escarcha. La calle, abierta a la naturaleza oscura, serpenteaba a su derecha y descendía en rasante hacia el pueblo, inmersa en luces gélidas.

   La chaqueta roja que había agarrado a último momento, por si acaso, era impermeable. Decidió que era el momento de ponérsela, allá la humedad sería fría. En el bolsillo derecho, un pañuelo de tela blanca, también por si acaso.

   Grall, qué cosas. Quién iba a decir que a esas horas aún estaría cerrando. Tampoco importaba demasiado, no era ningún secreto ir al Vior de noche.

   Con cada avance, el impermeable emitía sonidos plásticos que le hacían recordar aquellas largas jornadas de trabajo cuando apenas era un muchacho y cargaban leña para todo el pueblo en el camión desde mucho antes del amanecer. Su padre era el conductor entonces, y él le acompañaba en el asiento contiguo. Las puertas de las casas, cerradas; las luces, apagadas; la noche desvaneciéndose ante ellos. Los más madrugadores les saludaban al verles pasar: Hoier muwerssan!
 
   Ahora, las primeras rocas azules pasaban a su lado como viejas conocidas, inmóviles. Hoier necherssan, parecían decirle al pasar. Pero él no podía dormir esta noche. Tenía que seguir adelante, atravesar la colina. Menos de una hora le quedaba ya.

   Una mañana, su padre se encerró en la cabina del camión nada más salir de casa. No cruzaron ni una palabra. Ni una mirada. Rorr cargó la leña solo y solo tardó media hora, ya tenía dos años de experiencia. Entró triunfal en la cabina, dispuesto a compartir su pequeño avance, pero encontró a su padre serio, con la vista fija en el pueblo.

   - Hoier muwerssan!-les saludó alegre Vysda, la panadera.

   Solo le contestó una voz, la de Rorr.

   Al llegar al pueblo descargaron en la tienda. Diez minutos tardaron entre los dos, sin mediar palabra. Aquel día vendieron mucha leña, Rorr estaba contento y tenía hambre. Cerraron la tienda y subieron al camión.

   - Rást joor mág? - inquirió su padre, antes de arrancar, y Rorr se sintió herido.

   - Neč! - se apresuró a contestar.

   Para cuando llegó a la cumbre de la colina, le fallaba el aliento. Rorr se reprochó sus años de fumador, como de costumbre. Allá abajo, el Vior helado, como una serpiente de plata. En cuanto recuperó el ritmo de la respiración, comenzó a descender. Después de todo, él era el leñador del pueblo y aún estaba en plena forma. Mañana sería otro día.

   Unos veinte minutos tardó en bajar la cuesta resbaladiza de roca silícea. A unas decenas de metros, la silueta envuelta en negro, ausente a su llegada, observaba el firmamento colmado de estrellas.

   El padre de Rorr había sido leñador hasta la muerte, ni un día dejó de ir a cortar o a vender leña, ni aun enfermo. Ni un día había faltado Rorr tampoco, la leña era un bien de primera necesidad en un pueblo tan frío. La muerte fue piadosa con su padre, esperó a que cerrara la tienda por última vez, pero Rorr tuvo que conducir el camión de vuelta.

   Unas hierbas crujieron bajo sus botas y la silueta negra junto al Vior se giró. Rorr supo que había estado llorando, ningunos ojos del pueblo eran capaces de engañarle a él, y aún menos los de su propia hija. Se sentó a su lado, frente al río mudo. Apenas unos minutos quedaban para la hora en que había que empezar a cargar la leña, pero hoy no le importaba.

   Rást joor mág? habían sido la dolorosa pregunta del padre de Rorr aquella extraña mañana, antes de arrancar el camión de vuelta a casa. El resto del día fue el propio Rorr quien no habló ni miró a nadie. Pero al llegar la madrugada, allí estuvo, cargando leña de nuevo, como cualquier otra mañana. Y ya no se habló más.   

   Rást joor mág?, le había preguntado también Rorr a su hija aquella tarde -«¿tu último día?»-, en un intento por replicar lo que el abuelo hubiera hecho. A estas horas, aún esperaba su respuesta.

   Escasos centímetros les separaban a orillas del Vior helado, y Rorr, que había recorrido una colina en menos de una hora, no era capaz de atravesar ese velo de incertidumbre.

   Unos eternos segundos después, fue ella la que se giró y le miró gravemente.    

   - Ječ. Rást joor -asintió con firmeza.

   Udna se llamaba su única hija. Y a Rorr se le cortó un poco la respiración.


El cometa


Lo supe cuando los wadrontes cabalgaron al ocaso del sol blanco, su carrera desbocada, las cornamentas relucientes, los alientos líquidos por el esfuerzo. El silencio propio de unos seres pausados, inesperadamente interrumpido. Lo supe cuando las bránegas rebosaron magma, y un pausilo dorado se aferró a las rocas, aterrado, en lugar de echar a volar. Lo supe por las corrientes de humo gélido que brotaban de las tundras, transportando semillas de flamperios a terrenos inhóspitos. También lo supe, demasiado tarde, cuando nuestra mhalyo nos hizo cerrar los avistadores y acurrucarnos bajo los soportes de estudio. Y cuando Korgen me miró tranquilo. Él, que nunca mira a nadie.

Me pregunté qué podría haber hecho yo para evitarlo y me contesté que nada. Hice un esfuerzo por recordar las lecciones de la mhalyo para casos de emergencia, pero solo atisbé lejanamente algunas sinfonías de relajación, y murmuré una, en silencio.

Decidí que necesitaba archivarlo por si había continuación, un después. Alguien debería saberlo.

Me icé despacio y alcancé en mi soporte de estudio el ángelus que usábamos para archivar las lecciones de la mhalyo. Korgen ya no me miraba, ahora se percibía en él una expresión desconocida, quizás cierto temor. Él, que nunca teme a nada.

Me deslicé completamente sobre mi recién estrenado recubrimiento de escamas biseladas, hacia atrás sobre el magma negro abrillantado del observatorio estelar, alejándome a cada retroceso arrastrado de los ya inútiles protocolos de protección de la mhalyo. Con el ángelus bien escondido bajo las escamas.

La entrada estaba abandonada.

Salí al exterior y mis escamas se tensaron. Los gases alterados formaban colores aceitosos a ras del suelo. Se mezclaban entre sí y volvían a separarse.

Me puse la escafandra sintética para evitar posibles infecciones. Tenía que archivarlo todo. Encendí el ángelus y me dispuse a registrar los colores cambiantes de los gases. Miré a mi alrededor a través de la escafandra para planear una ruta.

Entonces lo vi. Aparentemente quieto encima de mí, a miles de kilómetros de distancia pero cada vez más cerca. El cometa.

Supe entonces y solo entonces que todo lo que observábamos con la mhalyo era cierto: los wadrontes agitados, el magma en las bránegas, el pausilo que se negaba a volar y las semillas de flamperios, que nunca habíamos visto antes. También supe que tal vez no debería haber salido del observatorio nunca. Pero, si tenía alguna misión en esos momentos, no era intentar baldíamente quedar a salvo. La mhalyo nos había enseñado a protegernos, pero también a observar. Yo era un observador ante todo.

Me dirigí hacia los volcanes ciegos, recortados por el sol blanco, ya oculto. Detrás de mí, el sol rojo, ya bajo, proyectaba sombras alargadas sobre el terreno negro y resbaladizo.

El ángelus también lo notaba, registraba ondas que crecían más allá de los límites del nivel permisible para enseguida descender a las fluctuaciones habituales. Los sonidos y las luces parecían parpadear en frecuencias nanométricas, prácticamente imperceptibles. De una manera inexplicable, ante mí, todo parecía como siempre, pero había algo distinto. Como un zumbido continuo, ignorado hasta entonces, que de repente hubiera desaparecido.

El silencio era amenazante.

Archivé eso.

Archivé cada palmo desolado de mis pasos en línea recta hacia los volcanes que se alzaban contra el cielo rojo y negro. Los gases altos, incoloros a simple vista, impedían ver muchas estrellas en el horizonte lejano, pero el cometa continuaba sobre mi cabeza todo el tiempo, impasible. Archivé su quietud, su pequeñez magnánima que a cada instante parecía menos diminuta, más cercana.

Aceleré en mi recorrido cuando avisté los pozos. El magma apagado era completamente líquido ahora y rebasaba los bordes fundidos de la superficie.

Archivado.

Ni un solo ser con capacidad motriz a mi alrededor. Mis pasos pesados en contraste con el avance fluido de los pozos, los gases altos, el sol rojo y el cometa.

Me tumbé en la ladera que trepaba hacia los volcanes y observé el cometa a través de mi escafandra. Seguía sobre mí, como si una aguja infinita nos hubiera ensartado por el centro para observarnos en conjunto.

No sé cuánto tiempo dormí, pero debió ser mucho, porque al despertar el sol rojo estaba alto y el blanco iluminaba lateralmente las tundras y el observatorio. El cometa había desaparecido.

Regresé al observatorio, pero los soportes de estudio estaban vacíos y los avistadores, abiertos. Oí un lejano griterío arriba y subí hasta el terrado por la trepadora. Allí estaban todos, allí estaba nuestra mhalyo. Extrañada, celebraba que las observaciones no hubieran sido exactas, que el cometa hubiera pasado de largo. Todos vitoreaban sus primeras conclusiones. También Korgen.

Me senté en el borde del terrado, alejado de todos. Me quité la escafandra y miré hacia las tundras, hacia el sol blanco. El ángelus registraba las fluctuaciones habituales en las ondas.

Todos los viernes


Todos los viernes, Vío nos llamaba en el recreo para repartirnos las tareas de la semana. A mí solía encargarme una de las importantes. Por lo general, su relación con nosotros se resumía al terreno profesional, él organizaba las funciones de cada uno y nosotros las realizábamos, el resto del día no miraba a nadie a la cara.

Vío era un chico bastante solitario, no solía salir de la clase en los descansos y nunca llevaba nada para comer, se quedaba sentado en su pupitre leyendo libros gordos repletos de letras diminutas y anotaciones a lápiz en los márgenes. Pero los viernes no tenía que buscarnos, todos conocíamos la cita, diez minutos después del comienzo del recreo, con el desayuno aún en la boca, todos nos dirigíamos hacia el punto de encuentro establecido sin intercambiar una mirada o una palabra. Detrás de la caseta de los servicios, Vío nos estaba esperando, nunca fallaba, pero nunca nadie le había visto caminar hasta allí desde la clase. Entonces comenzaba el pacto, nuestra misión. Una cuartilla para cada uno con varias frases escritas y un silencio absoluto. Luego, cada uno a su lugar.

Mi caso era distinto, de algún modo había conseguido acercarme a él. No sé en qué momento exacto empecé a ganarme su confianza, pero creo que no puede medirse en el tiempo como un momento exacto, más bien fue el resultado de un cúmulo de actos y de gestos cómplices y fortuitos que me había situado en otro nivel distinto a los demás sin planearlo. Al principio, yo era uno más, pero a diferencia de los otros, que acataban sus tareas de forma mecánica, yo había aceptado esa misión por mi interés hacia Vío; así no fue extraño que pronto se diera cuenta de que solo yo le sostenía la mirada cuando me entregaba la cuartilla semanal. Después, mi entusiasmo, que destacaba frente a la rutina con que los otros se disponían a cumplir su trato. Y, finalmente, las leves sonrisas accidentales se tornaron muestras de aprobación.

Ya era habitual que, cuando todos se marchaban a comenzar el trabajo, yo permaneciera junto a Vío, estimando la probabilidad de los resultados obtenidos por mis compañeros para anticipar el planning de la semana siguiente. Vío comenzó a tener en cuenta mis opiniones para completar su esquema establecido, hasta entonces inamovible, perfecto. Me dejó estar con él mientras leía y escribía, mientras se rascaba la cabeza con el lápiz, mientras miraba al infinito y escribía otra vez y leía absorto y, de nuevo, volvía al infinito. Y yo me sentía afortunado. Afortunado de ser el único que podía acompañarle sin distraerle, afortunado de ser su silencio.

Un día rompió su concentración, tenía una duda, necesitaba un punto de vista, mi punto de vista, y yo se lo di. Aquella idea mía fue escrita en uno de los márgenes de su enorme y ajado libro. Y yo me sentí elogiado. En adelante, ya siempre me preguntaba antes de escribir algo definitivo, y me pedía que le leyera mientras él se dedicaba a escribir en el aire las hipótesis que se le iban ocurriendo. Los viernes, yo repartía las cuartillas con él, yo explicaba las misiones con él y no las acataba, las creaba para los otros. Todos dejaron de mirarme cuando les entregaba las cuartillas, y todos contestaban a mis palabras con un silencio absoluto. Pero yo sí miraba a Vío y, cuando nuestras miradas coincidían, me sentía su igual.

Un viernes, siguiendo con obsesión las líneas del enorme tomo, mi inspiración pareció desatarse sin barreras, abarroté unos cuantos márgenes y miré absorto al vacío. Entonces rompí mi concentración, tenía una duda. Pero, cuando miré a mi lado, no encontré a Vío.

En cada recreo, leo enormes tomos, escribo extensas anotaciones en los márgenes y miro absorto al vacío. Cada viernes, ellos llegan puntuales a la parte de atrás de la caseta de los servicios. Nadie parece verme cuando camino hacia allí, pero nunca falto a la cita. Les entrego sus cuartillas y ellos no intervienen en ningún momento, se marchan en seguida a cumplir su trabajo. Me pregunto a veces por Vío, hay días en que necesitaría una de sus opiniones.


______
Relato publicado en el número 3 de la 142 Revista Cultural (octubre 2019)

El caballero desconocido



Tengo a un idiota de pie sobre una plaza
mirando y dejándose mirar, dejándose
violar por el alud de las miradas de otros, y
llorando, llorando frágilmente por la luz. 

— Leopoldo María Panero


En los alrededores del pueblo no hay nada. A cien kilómetros de distancia, nada. Sólo cemento. Sus habitantes no conocen las tecnologías ni la electricidad, y sus ojos son ancianos. Hasta los recién nacidos parecen saber lo que les queda por conocer y cierran sus párpados para mirar hacia dentro, porque afuera no hay nada que mirar.

Las gentes no hablan entre sí, porque temen que lo primero que se les venga a los labios sea juzgado como deseo de abandono y ansia exploradora. Nadie puede abandonar, pues no hay nada más que el pueblo y sus calles delimitan el mundo abarcable por sus habitantes y su conocimiento.

Es domingo y, sobre un pequeño escenario improvisado en los escalones de la plaza, un caballero desconocido de unos sesenta años y pelo totalmente blanco, ataviado con chaqueta anticuada y espeso bigote ceniciento, ha depositado un gran pañuelo blanco atado por sus picos sobre un banco. Después, en lugar de sentarse a su lado como quien hace tiempo para tomar su merienda, se ha quedado de pie tras el respaldo, elevado sobre uno de los escalones, con la mirada reconcentrada hacia abajo, mano en barbilla, observando sus posesiones, como a la espera de un suceso inminente y muy importante.

No es de extrañar que unos cuantos chicos hayan dejado de jugar para acercarse a ver qué ocurría. Poco a poco, una señora mayor y su marido, una niña y su madre, una pareja de jóvenes, incluso una panda de cuarentones aburridos, han ido formando un corro en torno al banco y al caballero.

Silencio y espera.
Silencio y miradas.
Silencio y sonrisas.
Silencio y encogimiento de hombros.
Silencio.

Unos abuelos se han sentado en sillas de madera en primera fila, para no cansar las piernas. La mujer del panadero ha comenzado a preparar bocadillos para todos, pero el caballero ni se ha inmutado cuando le han ofrecido a él. Su mirada es tan intensa, casi no pestañea. Mucha gente le mira a él, otros miran al pañuelo. Por lo general, en una situación así todo se resume a eso, el caballero y el pañuelo. Pero la niña mira vencida a su madre, para qué seguir esperando, si el pañuelo seguirá tal cual hasta que el caballero se decida a abrirlo. La madre, en cambio, está convencida de que, si no abre el pañuelo, indudablemente es por alguna razón obvia y no se puede hacer otra cosa que esperar. Todos esperan con él.

Apenas imperceptiblemente se ha hecho de noche, todo está oscuro, pero el pañuelo es blanco y es lo único que se distingue claramente. El nudo sigue tan apretado como cuando fue colocado allí. En la oscuridad, el banco se ha vuelto invisible y el pañuelo parece flotar inmóvil, de no ser por la leve brisa que mueve sus puntas de vez en cuando. Algunos han ido apresuradamente a sus casas a por algo de abrigo, no sin antes pedir a su vecino de asiento que le guarde el sitio y mande a avisarle de algún modo si por fin sucede algo. Los más pequeños están dormidos en el regazo de algún mayor. Unos chicos han decidido romper el silencio y contar historias de miedo a la luz de una vela que no deja de apagarse con el viento. Risas. Finalmente han desistido al ver que los demás les chistaban a callarse.
De nuevo, silencio.

En silencio sale el sol como cada amanecer. Los párpados de los pequeños se abren y algunos lloran, los adultos despiertan del sopor en el que estaban sumidos, sus pupilas quemadas de tanto mirar al mismo punto fijo, ya prácticamente no veían nada y ahora comienzan a moverlas de un lado a otro. Recuerdan dónde están y, luego, recuerdan por qué. El pañuelo sigue intacto sobre la tabla del banco, el caballero ya no está.

Todos se miran sorprendidos, recién amanecidos, adormilados, con ojeras, extrañados. La madre está despierta, su hija duerme en el asfalto. Impaciente, se levanta del suelo. Dolorida, se cuela entre el barullo. Llega a la primera fila de sillas y viejos, los sobrepasa y se acerca al banco.

Se agacha y observa el pañuelo. Lo huele. No huele a comida, no huele a nada. Palpa su tela, recia y blanca, como de lienzo. Entonces, lo agarra por el nudo y todos se ponen en pie. Deshace el nudo, desdobla la tela y, en su fondo, nada.

El sabor amargo de una emoción contenida resbala por las gargantas en ayunas. Conmoción general, un escalofrío recorre las espaldas. Una espera inútil, un timador, ¡que les devuelvan el dinero! Pero nadie les convocó, nadie les pidió que esperaran.

El caballero desconocido no era uno de ellos, evidentemente había tenido que venir de fuera. Y se había marchado sin dar explicación. Cien kilómetros a la redonda no había nada más que cemento y nadie podía afirmar lo contrario.

-¿Dónde es fuera, mamá?

-¡Chist! Calla. Fuera no existe.


-
Relato publicado en:
- Revista literaria "EntreRíos", nº 10
- Revista literaria digital  "Icaro Incombustible", nº 1
 

La naranja


La habitación tiene paredes de cristal oscuro. El techo también, y el suelo. Son espejos.

La persona acaba de entrar en la sala por una puerta que está camuflada en una esquina de uno de los muros de espejo. Sabe que está siendo observada desde el otro lado de los espejos. Puede oír voces, pero no puede distinguir cuántas personas hay ni dónde están situadas. Tal vez rodean la sala por completo.

-Explíquese -dice una voz autoritaria.

-¿Qué tengo que explicar? -pregunta la persona.

-Lo que ha dicho.

-No recuerdo haber dicho nada especialmente significativo. Lo último que recuerdo, entendiendo el recuerdo como acción, es estar pelando una naranja. El olor de la naranja me ha recordado la hora del recreo en el patio del colegio. Porque solía comerme una naranja, claro. Recordar el colegio me ha puesto triste. ¿Está permitido mencionar la tristeza?

-Únicamente si contribuye a hacer avanzar la historia o proporciona más datos sobre su personalidad.

-Una vez, una persona cercana a mí en aquel momento, ya no, quedó completamente paralizada cuando le dije que estaba sintiéndome muy triste. Parálisis literal e inmediata en sus facciones. La sola idea de la tristeza le anuló el cerebro. La gente que nunca se ha sentido triste de verdad, sin una razón aparente, no puede entender ciertas cosas. ¡Pero hay tantos motivos para estar triste! Justo eso estaba yo pensando antes de que me trajeran aquí hoy, cuando estaba pelando la naranja. La sola idea de sentirse víctima de algo es la adicción más peligrosa que puede experimentar el ser humano. Autoproclamarse víctima, estar convencido de que, por regla general, te tratan siempre de manera injusta. Decir: "¿cómo pudo esta persona portarse así conmigo?", "¿por qué me ha tocado a mí vivir esto?" o "siempre todo me sale mal". Es una reacción altamente adictiva y suele acabar en lágrimas, las más amargas y tentadoras lágrimas que cualquiera puede llorar. Incluso placenteras, me atrevería a decir, porque estamos sintiéndonos profundamente incomprendidos por los demás -que nos amargan la vida-, pero comprendidísimos por nosotros mismos, que nos consideramos una joya en un contenedor de basura. Nadie nos entiende ni nos valora como merecemos, nadie nos conoce como queremos que nos conozca porque lo único que los otros destacan de nosotros es algo irrelevante en comparación con nuestro auténtico yo. Se olvidan de lo importante. Pero, por otro lado -hay que tenerlo en cuenta-, es tan injusto pasar a la historia como víctima de algo. Me refiero a esa otra forma de ser víctima, la real, quiero decir: no sentirse víctima sino serlo, realmente, de algo terrible. Y morir o seguir con vida después de eso. O ser declarado un suicida, post-mortem. La palabra misma -suicida- ya califica al individuo que decidió suicidarse como causante y víctima del propio deseo de desaparecer y del prejuicio de los demás. Porque, a ver, un hombre con sus hijos y sus anécdotas, con su mujer amada y sus viajes a los sitios que deseaba ir y a los que no quería pero tuvo que ir por cosas de la vida o por trabajo. Y su buen hacer en el trabajo que siempre deseó -o que nunca deseó-, su manera de ser amable con otras personas que no tenía por qué conocer previamente, su inteligencia, y también sus defectos y sus secretos más oscuros. Si, de pronto, matan a ese hombre, que era la viva historia de su propia vida, la biografía andante de sí mismo. Si de pronto le matan, será una simple e irrelevante víctima más. Se ignorará todo lo que era antes. Víctima para los restos. Pero una víctima, además, que nunca fue consciente de que lo sería para los que continúan viviendo -sobre todo para los que nunca le conocieron- y que, por supuesto, habría odiado ser tildado de víctima por gente que no le conocía de nada, como único recuerdo de una vida -puede que- plena y satisfactoria hasta ese instante mismo de morir a manos de alguien que, incluso, ni siquiera conocía tampoco. Y eso por poner solo un ejemplo. Ser algo que nunca decidiste ser, que te han hecho ser después, cuando ya no eres. Es tan insoportablemente triste. No pude evitar llorar desconsoladamente, como comprenderán.

La persona hace una breve pausa y prosigue:

-Visto así, la otra forma de ser víctima, es tan estúpida. Y cuando eres, por fin, consciente de estar tachándote a ti misma de víctima -yo misma lo estaba haciendo hace un momento y eso fue, por supuesto, lo que desencadenó este episodio de tristeza espontánea sin motivo aparente-, entonces, la consciencia plena de tu estupidez, te permite pasar a la acción. Colocarte en el papel de persona estúpida: "qué estúpida fui, cómo me dejé engañar". Porque no es ya que me engañaran, sino que yo me dejé engañar. Y no es que fuera mi culpa tampoco -dejarme engañar- ¡yo qué iba a saber! Fui estúpida porque no me di cuenta mientras me estaban engañando. Es como una serie de pruebas que hay que aprender a pasar. Ese punto de vista sí tiene salida, ¿no? Identificarse como persona que fue estúpida en un momento dado es el primer paso para ponerle remedio y para decidir no volver a actuar de esa forma determinada en esas circunstancias determinadas en que se produjo tan nefasto resultado. Se puede solucionar mucho mirándolo así, ¿no? Así que lo último que recuerdo, entendiendo el recuerdo como pensamiento, es tomar consciencia de mí misma como persona que fue estúpida para, a continuación, poder proponerme dejar de serlo y de llorar instantáneamente. Luego, me trajeron aquí.

-¿Qué dijo usted, entonces?

-Bueno, en voz alta, realmente, solo exhalé un suspiro.

-¿Un suspiro?

-Sí, ya saben, cuando dejas escapar todo el aire contenido en una cadena de pensamientos cíclicos que conducen a una conclusión que ya sabías pero que siempre se te olvida, normalmente suena un suspiro.

-¿Cuándo sucedió exactamente este suspiro?

-Antes de que entraran en mi salón, interrumpiendo el momento en que me disponía a comerme la naranja, y justo después de considerar que estaba comportándome como una persona estúpida y debía proceder a dejar de serlo.

Murmullos de deliberación. La persona se observa a sí misma reflejada en las paredes, el techo y el suelo. Unos segundos después, se pronuncia la sentencia:

-Desde este momento, no le está permitido consumir ni una naranja más -dictamina la voz autoritaria-. Procederán a retirarle su último ejemplar de naranja inmediatamente. Puede retirarse.

La persona estúpida, como será conocida de ahora en adelante, es conducida de vuelta a través de la misma puerta por la que entró, que se ha abierto. En cuanto la puerta se cierra y la sala queda vacía, a la espera de la persona siguiente, una explosión de risas estalla detrás de los espejos.