Dno Vior


   Nada más salir por la puerta, los pies se le durmieron. Entonces, como de costumbre, se reprochó las malas posturas a la hora de sentarse. No había contado con eso.

   El asfalto rezumaba frío, a pesar de que el aire era inesperadamente tibio a esas altas horas de la noche.

   - Rorr! Cort dec fand? -le sorprendió un vecino.

   - Grall, suss mo diajr! -suspiró aliviado- Taderx na, ciàt dno Vior.

   - Groots bináh, Rorr!

   - Groots, Grall! Vrot jho!

   Grall rió divertido y se alejó cargando el saco de la noche a cuestas. Para entonces, Rorr ya sentía los pies de nuevo, por suerte. Un gran camino le esperaba por delante y solo contaba con una hora para recorrerlo. Taderx na, se dijo. Bratid fandur dno Vior! Pero nadie le oía.

   A lo lejos, las rocas desprendían sombras azuladas. Había tenido suerte, era una noche clara, podía ver el camino por delante. Sus pasos comenzaron a crujir sobre la hierba seca, cubierta de escarcha. La calle, abierta a la naturaleza oscura, serpenteaba a su derecha y descendía en rasante hacia el pueblo, inmersa en luces gélidas.

   La chaqueta roja que había agarrado a último momento, por si acaso, era impermeable. Decidió que era el momento de ponérsela, allá la humedad sería fría. En el bolsillo derecho, un pañuelo de tela blanca, también por si acaso.

   Grall, qué cosas. Quién iba a decir que a esas horas aún estaría cerrando. Tampoco importaba demasiado, no era ningún secreto ir al Vior de noche.

   Con cada avance, el impermeable emitía sonidos plásticos que le hacían recordar aquellas largas jornadas de trabajo cuando apenas era un muchacho y cargaban leña para todo el pueblo en el camión desde mucho antes del amanecer. Su padre era el conductor entonces, y él le acompañaba en el asiento contiguo. Las puertas de las casas, cerradas; las luces, apagadas; la noche desvaneciéndose ante ellos. Los más madrugadores les saludaban al verles pasar: Hoier muwerssan!
 
   Ahora, las primeras rocas azules pasaban a su lado como viejas conocidas, inmóviles. Hoier necherssan, parecían decirle al pasar. Pero él no podía dormir esta noche. Tenía que seguir adelante, atravesar la colina. Menos de una hora le quedaba ya.

   Una mañana, su padre se encerró en la cabina del camión nada más salir de casa. No cruzaron ni una palabra. Ni una mirada. Rorr cargó la leña solo y solo tardó media hora, ya tenía dos años de experiencia. Entró triunfal en la cabina, dispuesto a compartir su pequeño avance, pero encontró a su padre serio, con la vista fija en el pueblo.

   - Hoier muwerssan!-les saludó alegre Vysda, la panadera.

   Solo le contestó una voz, la de Rorr.

   Al llegar al pueblo descargaron en la tienda. Diez minutos tardaron entre los dos, sin mediar palabra. Aquel día vendieron mucha leña, Rorr estaba contento y tenía hambre. Cerraron la tienda y subieron al camión.

   - Rást joor mág? - inquirió su padre, antes de arrancar, y Rorr se sintió herido.

   - Neč! - se apresuró a contestar.

   Para cuando llegó a la cumbre de la colina, le fallaba el aliento. Rorr se reprochó sus años de fumador, como de costumbre. Allá abajo, el Vior helado, como una serpiente de plata. En cuanto recuperó el ritmo de la respiración, comenzó a descender. Después de todo, él era el leñador del pueblo y aún estaba en plena forma. Mañana sería otro día.

   Unos veinte minutos tardó en bajar la cuesta resbaladiza de roca silícea. A unas decenas de metros, la silueta envuelta en negro, ausente a su llegada, observaba el firmamento colmado de estrellas.

   El padre de Rorr había sido leñador hasta la muerte, ni un día dejó de ir a cortar o a vender leña, ni aun enfermo. Ni un día había faltado Rorr tampoco, la leña era un bien de primera necesidad en un pueblo tan frío. La muerte fue piadosa con su padre, esperó a que cerrara la tienda por última vez, pero Rorr tuvo que conducir el camión de vuelta.

   Unas hierbas crujieron bajo sus botas y la silueta negra junto al Vior se giró. Rorr supo que había estado llorando, ningunos ojos del pueblo eran capaces de engañarle a él, y aún menos los de su propia hija. Se sentó a su lado, frente al río mudo. Apenas unos minutos quedaban para la hora en que había que empezar a cargar la leña, pero hoy no le importaba.

   Rást joor mág? habían sido la dolorosa pregunta del padre de Rorr aquella extraña mañana, antes de arrancar el camión de vuelta a casa. El resto del día fue el propio Rorr quien no habló ni miró a nadie. Pero al llegar la madrugada, allí estuvo, cargando leña de nuevo, como cualquier otra mañana. Y ya no se habló más.   

   Rást joor mág?, le había preguntado también Rorr a su hija aquella tarde -«¿tu último día?»-, en un intento por replicar lo que el abuelo hubiera hecho. A estas horas, aún esperaba su respuesta.

   Escasos centímetros les separaban a orillas del Vior helado, y Rorr, que había recorrido una colina en menos de una hora, no era capaz de atravesar ese velo de incertidumbre.

   Unos eternos segundos después, fue ella la que se giró y le miró gravemente.    

   - Ječ. Rást joor -asintió con firmeza.

   Udna se llamaba su única hija. Y a Rorr se le cortó un poco la respiración.