Tengo a un idiota de pie sobre una plaza
mirando y dejándose mirar, dejándoseviolar por el alud de las miradas de otros, y
llorando, llorando frágilmente por la luz.
En los alrededores del pueblo no hay nada. A cien kilómetros de distancia, nada. Sólo cemento. Sus habitantes no conocen las tecnologías ni la electricidad, y sus ojos son ancianos. Hasta los recién nacidos parecen saber lo que les queda por conocer y cierran sus párpados para mirar hacia dentro, porque afuera no hay nada que mirar.
Las gentes no hablan entre sí, porque temen que lo primero que se les venga
a los labios sea juzgado como deseo de abandono y ansia exploradora.
Nadie puede abandonar, pues no hay nada más que el pueblo y sus calles
delimitan el mundo abarcable por sus habitantes y su conocimiento.
Es domingo y, sobre un pequeño escenario improvisado en los escalones de
la plaza, un caballero desconocido de unos sesenta años y pelo
totalmente blanco, ataviado con chaqueta anticuada y espeso bigote
ceniciento, ha depositado un gran pañuelo blanco atado por sus picos
sobre un banco. Después, en lugar de sentarse a su lado como quien hace
tiempo para tomar su merienda, se ha quedado de pie tras el respaldo,
elevado sobre uno de los escalones, con la mirada reconcentrada hacia
abajo, mano en barbilla, observando sus posesiones, como a la espera de
un suceso inminente y muy importante.
No es de extrañar que unos cuantos chicos hayan dejado de jugar para
acercarse a ver qué ocurría. Poco a poco, una señora mayor y su marido,
una niña y su madre, una pareja de jóvenes, incluso una panda de
cuarentones aburridos, han ido formando un corro en torno al banco y al
caballero.
Silencio y espera.
Silencio y miradas.
Silencio y sonrisas.
Silencio y encogimiento de hombros.
Silencio.
Unos abuelos se han sentado en sillas de madera en primera fila, para no
cansar las piernas. La mujer del panadero ha comenzado a preparar
bocadillos para todos, pero el caballero ni se ha inmutado cuando le han
ofrecido a él. Su mirada es tan intensa, casi no pestañea. Mucha gente
le mira a él, otros miran al pañuelo. Por lo general, en una situación
así todo se resume a eso, el caballero y el pañuelo. Pero la niña mira
vencida a su madre, para qué seguir esperando, si el pañuelo seguirá tal
cual hasta que el caballero se decida a abrirlo. La madre, en cambio,
está convencida de que, si no abre el pañuelo, indudablemente es por
alguna razón obvia y no se puede hacer otra cosa que esperar. Todos
esperan con él.
Apenas imperceptiblemente se ha hecho de noche, todo está oscuro, pero el
pañuelo es blanco y es lo único que se distingue claramente. El nudo
sigue tan apretado como cuando fue colocado allí. En la oscuridad, el
banco se ha vuelto invisible y el pañuelo parece flotar inmóvil, de no
ser por la leve brisa que mueve sus puntas de vez en cuando. Algunos han
ido apresuradamente a sus casas a por algo de abrigo, no sin antes
pedir a su vecino de asiento que le guarde el sitio y mande a avisarle
de algún modo si por fin sucede algo. Los más pequeños están dormidos en
el regazo de algún mayor. Unos chicos han decidido romper el silencio y
contar historias de miedo a la luz de una vela que no deja de apagarse
con el viento. Risas. Finalmente han desistido al ver que los demás les
chistaban a callarse.
De nuevo, silencio.
En silencio sale el sol como cada amanecer. Los párpados de los pequeños
se abren y algunos lloran, los adultos despiertan del sopor en el que
estaban sumidos, sus pupilas quemadas de tanto mirar al mismo punto
fijo, ya prácticamente no veían nada y ahora comienzan a moverlas de un
lado a otro. Recuerdan dónde están y, luego, recuerdan por qué. El
pañuelo sigue intacto sobre la tabla del banco, el caballero ya no está.
Todos se miran sorprendidos, recién amanecidos, adormilados, con ojeras,
extrañados. La madre está despierta, su hija duerme en el asfalto.
Impaciente, se levanta del suelo. Dolorida, se cuela entre el barullo.
Llega a la primera fila de sillas y viejos, los sobrepasa y se acerca al
banco.
Se agacha y observa el pañuelo. Lo huele. No huele a comida, no huele a nada. Palpa su tela, recia y blanca, como de lienzo. Entonces, lo agarra por el nudo y todos se ponen en pie. Deshace el nudo, desdobla la tela y, en su fondo, nada.
El sabor amargo de una emoción contenida resbala por las gargantas en
ayunas. Conmoción general, un escalofrío recorre las espaldas. Una
espera inútil, un timador, ¡que les devuelvan el dinero! Pero nadie les
convocó, nadie les pidió que esperaran.
El caballero desconocido no era uno de ellos, evidentemente había tenido
que venir de fuera. Y se había marchado sin dar explicación. Cien
kilómetros a la redonda no había nada más que cemento y nadie podía
afirmar lo contrario.
-¿Dónde es fuera, mamá?
-¡Chist! Calla. Fuera no existe.
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Relato publicado en:
- Revista literaria "EntreRíos", nº 10
- Revista literaria digital "Icaro Incombustible", nº 1
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Relato publicado en:
- Revista literaria "EntreRíos", nº 10
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